Happy hour: Peter Milligan retoma la senda de la sátira social más despiadada

A pesar de las raciones de felicidad impostada que sirven las grandes marcas comerciales en sus campañas y de las vidas y sonrisas presuntamente perfectas que vemos desfilar a diario en nuestros dispositivos móviles, o quizá precisamente por culpa en parte de ello, el porcentaje de personas que manifiesta sentirse infeliz en las sociedades occidentales crece espectacularmente cada año. Se trata de una tendencia especialmente acusada en Estados Unidos, donde solo el 14 % de la población asegura sentirse pleno cuando tiene la libertad de sincerarse de forma anónima, aunque se vea obligada a mantener una sonrisa artificial durante el horario laboral o en las actualizaciones de sus redes sociales. La infelicidad se ha convertido en una suerte de enfermedad del siglo XXI, que hemos aprendido a ocultar por temor a represalias en entornos laborales y/o sociales.

El veterano guionista británico Peter Milligan, superdotado escriba del sinsentido de las sociedades modernas y doctorado en comportamientos humanos aberrantes, documentó ese fenómeno en el transcurso de sus numerosos viajes a Estados Unidos; un material sociológico poco explotado en terreno comiquero que le sirvió de base para crear la miniserie de seis números Happy Hour, publicada por Ahoy Comics entre noviembre de 2020 y abril de 2021, y que llega ahora a España recopilada por Planeta Cómics.

En Happy Hour, Milligan plantea un futuro distópico ambientado en Estados Unidos en el que la felicidad se ha convertido en una obligación impuesta por el Estado, que ha desplegado por todo el territorio violentos cuerpos policiales dispuestos a castigar cualquier conato de disensión. Los ciudadanos son obligados a someterse a una operación cerebral que les convierte en inmunes a la melancolía, el sufrimiento o la empatía con el dolor ajeno, convirtiéndose en zombis que vagan con una sonrisa desencajada en el rostro. Aquellos que no son aptos, son enviados a centros de reeducación, donde se les somete a delirantes terapias de rehabilitación. Es en uno de esos centros donde se conocen los protagonistas de esta fábula, Jerry y Kim, que planean en secreto una fuga a la comuna gobernada por el cacique Landor Cohen, el sátrapa de la tristeza –de rasgos faciales sospechosamente parecidos a Sean Penn-, en la que podrán dar rienda suelta a todas sus miserias emocionales.

No estamos aquí ante una parábola de corte orwelliano sobre la naturaleza de las sociedades autoritarias o un drama existencial a lo Kafka, porque Milligan opta por no desarrollar la tesis de partida más allá de lo estrictamente necesario –entre otras razones, porque el armazón argumental de base resulta algo endeble y presenta numerosos agujeros-, para entregarse directamente a la sátira gamberra, un terreno en el que se mueve como pez en el agua desde sus inicios en 2000 AD hace ya cerca de cuatro décadas.  Como resultado, la violencia de los cuerpos de seguridad estatales, los tratamientos científicos experimentales con cobayas humanos o los diferentes enfoques filosóficos sobre la felicidad, son abordados con un enfoque netamente cartoonesco, y los interesantes apuntes sobre el auge de los populismos y el resurgir de ideas filofascistas de las primeras páginas se van diluyendo poco a poco hasta conformar el paisaje de fondo del road-trip por una América atemporal y grotesca que emprenden Kim y Jerry; un viaje salpicado de encuentros estrafalarios y tensiones de todo tipo, que está planteado en forma de secuencias episódicas eminentemente visuales que piden a gritos una adaptación en formato de miniserie televisiva.

Happy hour atesora grandes momentos de humor negro, como esa parodia del método Ludovico utilizado en su día en la novela y película de La naranja mecánica, que consiste en someter a elementos díscolos de la sociedad a un bombardeo continuo de imágenes de perritos retozando en la nieve –mientras suena de fondo White Christmas de Bing Crosby- para desmoronar las defensas de su cerebro, o la vomiscopia, ficticio arte antiguo que permite conocer si una persona es verdaderamente feliz comprobando que en su vómito aparezca una carita sonriente. Una desacomplejada celebración del absurdo vital, que incluye sanguijuelas connaisseur y desfasadas fiestas en residencias de tercera edad al ritmo del Psycho Killer de Talking Heads, y que Milligan trata de compensar recurriendo al arte hiperrealista de Michael Montenat, como ya hiciera en su momento en obras como La granuja, de la mano de Sean Phillips. Montenat encadena viñetas horizontales a un ritmo perfectamente académico de lógica cinematográfica, ricas en parajes áridos, sordidez ambiental y rostros humanos en primer plano en cuyas expresiones fáciles se percibe la influencia de Alex Ross.

Sin embargo, la apuesta de Milligan –abandonarse al golpe de efecto y el gag sin que el lector tenga la oportunidad de aferrarse apenas a un arco emocional para mantener el interés-, acaba por volvérsele en contra a la altura del tercer número, abonado a una trama reiterativa que ya no van a poder conseguir levantar los golpes de efecto de las dos últimas entregas, en las que la ironía switfiana del primer número se ha convertido ya en pura comedia bufa. Es el peligro de los buenos chistes que son contados demasiadas veces.